Tu nombre se subía por las paredes al cielo. Y nadie podía detenerlo.
Querida mía, tu nombre crecía, se volvía ilegible, lejano, desconocido. No era el tuyo, era otro. Era el mío, el de alguien que no conocés. Era el de todos los que acompañaron poniendo sus hombros y el de todas las que con miedo pasamos la mano por allí.
Yo no puedo decir tu nombre pero vi cómo se montó sin permiso a las barreras y de allí en más ya nadie pudo mancharlo. Yo vi cómo se lavaba con la lluvia, con el agua de tus ojos, de los míos.
Yo vi tu nombre crecer en la mañana. Vi el recorte de la luz sobre tu cara invisible. Yo fui tan tuya ese día, tan de nadie, tan imposible y sola. Tan sin miedo. Tan potente y desgarrada como la luz que se llevó las letras de tu nombre para siempre. Para estar, sorpresivamente, en nuestro siempre.
Tu nombre hizo esa mañana un único viaje que te llevará a un lugar en donde ya no tendrás heridas, donde nacen los amores sin condiciones, en donde viven ilusiones por siempre y las utopías son posibles. Allí las consignas son el deseo de ser y dejar vivir sin terror, sin dolor, sin injusticia.
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